ATARAXIA BLANCA

No sé hacia dónde voy
y a veces no recuerdo de dónde vengo.
Me siento cada vez más silencio y menos corazón abierto. Los años pesan sobre mis pestañas y me hacen entrecerrar los ojos, cansada, cuando alguien llega de la nada y cree que puede romper mis esquemas.
No, querido. Ya no soy esa niña frágil.

Ha sido el año en el que menos felicitaciones me han llegado y en el que menos he felicitado. Supongo que es la prueba irrefutable de que el 2018 fue el año en el que saqué la escoba y quité cada persona que ensuciara más que aportara luz al hogar que me he construído.

Estoy tan orgullosa. Y tan callada, expectante, mirando como siempre por las ventanas; y recuerdo las palabras de mi padre cuando le digo que veo estrellas fugaces a menudo: "quizá es que miras demasiado el cielo". Y tiene toda la razón.

Me acerco el vaso a los labios sin beber, como cuando miro fotos viejas pero no dejo que las lágrimas caigan. Ya no hay por qué llorar. Ya no hay que mirar atrás si no es para emprender el vuelo, alzo la voz para declararme por fin indestructible porque he reclamado lo que nunca debieron robarme: mi verdadero yo.

Sé que los años son invención nuestra. Sé que realmente no termina ni empieza nada en absoluto. Sin embargo, a mí me ayuda cómo interpreto ese cierre imaginario. Cierro un libro que no puede reescribirse y lo tiro por la borda.
Cojo el boli y abro el nuevo libro, este sí, en blanco. Y estoy emocionada por lo que puedo llegar a escribir. Por lo que voy a vivir.

Bienvenidos seamos este año y yo.

Seguiré mirando hacia arriba como si estuviera esperando que el firmamento me diera una pista para entender este circo, seguiré ardiendo de pena pero cada vez más resiliente y seguiré buscando(me), inconforme, cómo mejorarme. Y sobre todo, seguiré amando(me), que es lo que me ha mantenido a flote en este maremoto de vida que ha sido el año que, por fin, ha acabado.