Síllahan, la ciudad amurallada

poema de Acero etereo

Mi abotagado imaginario se deshace
En gemidos nocturnos y novelescos,
De la inmunda idea de ponerle fin a mi vida.
Veraniegos sueños en discos golpean a intervalos irregulares mis somnolientos párpados, se agotan los días y resucitan en las noches licuosas y forman légamo templando su carga y la de los días venideros, desde el solsticio de mi espíritu navego por camas de hospital e inhóspitos suelos de arenisca que se tuercen y tejen la madriguera de las bestias atávicas, mismas que me enseñaron el lenguaje prohibido de los reptiles que vagan por los confines de la conciencia humana.
Aprendí así pues, que las galaxias que forman el cosmos, son meros frijoles en el bolsillo de un gigante vagabundo y no puede el hombre conocer más allá de aquel bolsillo; si su tela, si su textura, si los frijoles vecinos a la vía láctea empero jamás al vagabundo menos aún a sus ideas y su burda intención de la creación.
Aprendí también, que no hay virtud en aventurarse en las cavernas del raciocinio y volar como un moscardon alrededor del velo que tiñe la verdad, si es que verdad hay alguna. Aquéllas bestias me hablaron también de la esperanza, de la justicia, de la culpa y el sacrificio.
Tomó hoy las clines de mi insondable cuerpo repleto de pecados y cruzó el burbujeante río de azafrán para llegar puro y salubre hasta las murallas de la gran síllahan, la ciudad amurallada.
Llevó pasifloras y plumas como ofrenda para obtener el permiso de los gigantes canes que custodian las puertas, y poner en descanso mi carne y mi espíritu en el interminable valle verde que hace de camposanto, allí en síllahan la ciudad amurallada.