A la chica del tren

Dedicado a los que tienen una enfermedad:

Escarlata hechizo por donde la virtud y las pasiones facilitan el augurio de los mortales. Ojos churruscados por la mandrágora de los edictos, de los moribundos que trenzan sus cabellos con las horquillas de plata y voces argentinas. Construyo un pasillo: el olor destilante de las alacenas que penden de un hilo perfecto y enloquecedor, se adoctrinan en los parasimpáticos órneles de los tragaluces que iluminan las ventanas abiertas de una alcoba grandilocuente. La fascinante algarabía está construida por un megalítico emporio de pronunciaciones y belleza exponencial y verdadera, como la antesala de un espectáculo terrestre. Las fibras aromáticas de cada individuo sellado para la eternidad, en una tumba negra y sórdida, será reconstruido cuando la campanada de la séptima ilusión doblegue al que fecunda las figuras de cada acto mágico. La enfermedad puede trastornar al más razonable, quizás tiene la particularidad de engendrar a un hijo en el vientre materno de los taliones de las madres que son una Eva inmaculada para el nacimiento de otro gen que una vez unido a una cadena de triglicéridos y vulvas monovalentes, dictará el enfriamiento del corazón más inocente. Un bufón cruel ha soltado de una prisión fétida a su animal preferido: la galería particular y bella se convierte en una mortecina deslumbrante con hombres deformados y divas repletas de diamantes investidos por jaspes y turmalinas de bicolores preciosos. Pero junto a ellos habita el reinado de la suculencia, exquisitos manjares y licores fundidos en uvas cristalinas que profesan el tabernáculo de los próceres, tanto como de las panteras en tonos albumineos y siracusos. En aquel sitio no habita el mal, se halla el saber, en la casa natal del reinado petricio de Silvestre hay cientos de habitaciones colmadas por joyas y ostentosas porcelanas grabadas por regias imprentas donde muchos son los apóstoles que acompañan su mundo en la austeridad dadivosa de su santuario.