Paul Stevenson

poema de Luli

PAUL STEVENSON
(Paniccia Leonardo David)

Todo comenzó cuando recibí inesperadamente una carta del Hospital Municipal José Tiburcio Borda, de la ciudad de Buenos Aires. Una simple carta que me llevaría a los rincones del recuerdo, al miedo, y al horror.
Estaba sentado al sol, 6 meses atrás, en un mediodía de junio, cuando el cartero rápidamente dejo por debajo de la puerta de mi casa un sobre. Yo desde el patio mire la escena tranquilamente, sin preocupación, me levante lentamente y fui hacia ella. La sorpresa y la incertidumbre se apodaron de mi cuando leí el remitente. Y antes de lograr leerla se me vinieron mil recuerdos, nostalgia, melancolía, incluso culpa. Juraría que además temblé.
Conocí a Paul Stevenson el primer día de facultad ocho años atrás. Alto, de rulos, delgado. Sus ojos grandes, llamativos, siempre con ojeras y su piel demasiado blanca. A medida que pasaban los días, semanas y meses ya se había creado una amistad, tanto como para poder decir que era una persona atípica, desigual comparada a mi personalidad tal vez.
Taciturno, sumamente inteligente, callado, tranquilo. Se caracterizaba por su desprolijidad, su desorden y su abandono. Vestía de gris, de negro y de toda gama de marrones.
Nunca en su vida había intentado un deporte, y nunca lo haría. Los amoríos nunca han sido lo suyo y su apego a intereses sumamente anómalos hacían de él una persona algo tímida, extraña pero especial.
Era intensamente bondadoso, compañero, algo iluso e inocente.
Quizás la razón de que éramos totalmente polos opuestos hacia que nuestros momentos sean divertidos, pasábamos horas en la facultad y horas investigándonos el uno al otro.
El indagaba, y mucho, en todo lo que no estaba a su alcance, indagaba en todo lo que a él le faltaba. Y, yo, lo mismo.
Al correr el tiempo pudo dejarse percibir un poco más, y descubrí en él su afición a la astronomía, su apego a la literatura cósmica, afecto al terror y una clara devoción al misterio, a otros mundos, a las dimensiones. Solía nombrar a Lovecraft a cada momento, a Poe, a Stephen King.
Acostumbraba a quedarse despierto durante varias horas por la noche, a veces se levantaba de madrugada, se sentaba y meditaba, o leía. A veces parecía mover los labios como pretendiendo un dialogo.
Por las mañanas, al ser interrogado por mí, solo decía que disfrutaba de sus libros, y no mucho más que eso. Evadía cada detalle de sus horas solitarias.
Meses más tardes, comenzó a hablarme y a contarme sus sueños, hechos y acontecimientos. Quizás necesitaba un aliado, un compañero en esas excursiones nocturnas, un simple oyente. En su momento no los comprendí, y creo que jamás los comprenderé por completo. Ni a él, ni a sus viajes por lo sombrío.
El próximo verano después de habernos recibido lo invité a mi casa, a pasar unos días. Fueron cuatro años atrás y su comportamiento había emporado, prácticamente no dormía, no quería asistir a reuniones sociales, casi no teníamos dialogo, y cuidaba con mucha exaltación sus libros, los cuales jamás me atreví a mirar. Parecía perturbado, como si algo lo aterrorizaba. Parecía perseguido, intranquilo.
Una noche de esos días juntos despierto a las tres de la mañana, era una noche donde se sabía que llovería, donde el viento de una tormenta de verano ya se hacía escuchar, y las primeras gotas empezaban a caer. El pueblo permanecía sin luz. Me dirijo a la cocina a cerrar una ventana cuando casi muero de horror. Ahí estaba sentado Paul, en un rincón de la cocina, sobre el suelo, los relámpagos mostraron su rostro aterrado, frio, blanco, distante. Su boca totalmente abierta. Sus ojos, que se veían más grandes que nunca, miraban hacia un punto fijo y creo que sus manos vibraban. Sobre un costado había dejado caer uno de sus libros. Permanecí paralizado, sin saber que hacer, el espanto se había apoderado de mí. Paul inmóvil, sentí su sufrimiento, sentí el horror que venía acarreando durante muchísimo tiempo, sentí lastima y compasión, pero sobre todo sentí el verdadero terror.
El viento ya estaba dentro de la casa, los refusilos y truenos cada vez más intensos, llovía a cantaros y el agua ya entraba por esa maldita ventana y corría por el rostro de mi amigo, sentado aun, de un lado los postigos rebotando una y otra vez, y del otro ese perverso libro, empapado.
Recordare el resto de mi vida el instante en que me hablo, lo recordare como el momento mas espantoso de mi vida, aun siento escalofríos al recordarlo, y jamás había podido relatar esta historia.
Su voz se hizo gruesa, sus ojos se dirigieron hacia mí, todo en movimientos pausados y torpes al compas de los refusilos. Juro que no era su voz. Juro que alguien o algo se había apoderado de él. Me miró fijamente, espantado, y a la vez una mueca casi invisible en su sonrisa me demostró que quizás él estaba orgulloso de ese momento, sin voltear su mirada en mi… dijo: ¨Al fin…. lo veo…!!!¨.
Me desmaye. Y lo poco que puedo recordar es que cuando desperté él permanecía sentado, pero ahora junto a mí, aun mirándome, pero esta vez eran sus ojos, esta vez era él.
Esa fue la ultima noche que lo vi. Supe por sus familiares o algunas personas cercanas a él que esa misma tarde llego a su ciudad. Que no sabían mucho de él. Solo que fue hospitalizado, y que luego enloqueció.
Se que fue derivado al Hospital Municipal José Tiburcio Borda y desde entonces no supe más de él.
Me aterraba la idea de ir a visitarlo, me afligía ver su estado, enloquecía al pensar en aquella noche. O quizás conscientemente lo borre de mi vida, de mi mente.
Pero pasaron casi cuatro años y vuelvo a estar aquí en mi casa, con la carta de ese hospital, espantado, recordándolo, reviviendo esa noche que me va dejando poco a poco sin aliento.
Mis manos ahora si retiemblan, algo me aprieta el pecho, un sabor amargo corre por mis venas y yo abro la carta.
Solo por unos segundos mi mente queda en blanco, solo por unos segundos para cederle el paso a la locura, que se convierte luego en miedo. Una brisa hace mover una pequeña flor y me distraigo en ella mientras preparo la hoja que será leída.
El vocero del Hospital Municipal José Tiburcio Borda se dirigía a mi para contarme lo sucedido. Paul había muerto y entre sus últimas palabras estaba escrito mi nombre. Al indagar quien era Leonardo llegaron a mí y sintieron la obligación de informarme. El sábado pasado alrededor de las tres de la mañana se había ahorcado con una sabana atada alas rejas de una ventana. En su bolsillo había dejado una pequeña carta, una frase, y mi nombre.
El terror invadió todo mi ser y esencia cuando leí esa frase que decía: ¨Ya no lo veo Leonardo, Ahora esta en mí ¨.
Cerré los ojos por unos segundos, estaba totalmente atemorizado, los abro acompañado de unas ligeras lágrimas y me sorprendo al ver a una persona entrando a mi casa, acercándose lentamente…vestía una camisa gris, un pantalón marrón, y llevaba un libro bajo su brazo.

(Paniccia Leonardo David)