Agua.

Entre mis manos viejas te vas.
Dejando tu estela en cada pliegue,
en cada falange.
Abandonando cada arruga de mis dedos,
de mis manos.

Ahora huyes, siguiendo el sendero de la vida.
Acercándote sutil a lo que se te atraviesa,
para atraparlo y dejarlo marcado por tu presencia.
Continuando tu camino al mar.

Refractando los rayos del sol,
iluminando hasta el más recóndito rincón,
sin pensar en si deberías detenerte a descansar.
Continuas, fuerte, creciente, inagotable.

Portadora de vida,
portadora de muerte,
portadora de todo aquello a lo que renunciamos cuando lloramos.
Emociones, alegrías, tristezas, penas, dolores…

Tu cuerpo es de mil formas,
se adapta a cualquier cama.
Se adapta a cualquier mano,
a cualquier boca.

Porque en un mundo de sedientos, usted es la cura.
Usted es el veneno.
Usted es la solución y el problema en sí.
Ni sin usted porque morimos; ni con usted porque nos mata.

En fin, pensemos en su camino al mar:
¿Qué busca obtener al llegar allá?
¿Endulzar el agua salada del mar?
¿Sentir la libertad de poder llegar a nuevos horizontes?
No importa lo que busques sentir, sólo llega al mar.

Llega al mar y jamás regreses,
porque no hay vaso que merezca tenerte.
No hay boca que deba beberte.
No hay mano que deba tocarte…

Ve al mar, que hasta al cielo ha de llegar...